Hace unas semanas presencié el amor de cerca; más precisamente en el metro de Madrid. Un
sistema de transporte que diariamente permite un intercambio cultural es el lugar donde a pesar
de pasar las estaciones pegados al móvil, podemos ver un poco a los demás, su ánimo,
preocupaciones, estilo o ritmo al tener una buena playlist sonando en los cascos. Pero jamás
pensé que fuera el lugar donde dos desconocidos podían enamorarse.
Era una tarde de viernes donde sentada me dirigía a mi destino y en frente había un joven bien
parecido, de ojos verdes y cabello negro con mirada penetrante pegado al móvil que con un
semblante serio tarareaba una canción; a su lado, una chica intentaba llamar su atención, pero
él no la determinaba. Al pasar el tiempo, una chica vestida de rojo entró por la puerta; y ahí el
joven levantó la vista, lo ví. Si, vi la mirada de las películas, como se dilata la pupila y te
asombras de la belleza de esa persona y no puedes evitar sonreír.
El no pudo evitar mirarla ya que ella bailaba como si nadie estuviera allí y ella al darse cuenta,
tímidamente volteó su rostro, pero volviendo su mirada de vez en cuando. Ambos tenían sus
móviles en la mano, cascos en los oídos, dos playlists diferentes, pero por un momento sus ojos
hicieron lo que la tecnología no ha logrado: la química.
Como espectadora, no pude evitar cuestionarme si este tipo de cosas solo ocurren en las
películas, un amor a primera vista que termina en una espera para cruzar dos palabras que se
convierten en una cita, pero hasta ese momento me hicieron tener algo de fe.
El tiempo pasaba y ambos toqueteaban la parte de atrás de sus teléfonos, observaban la pantalla,
luego se miraban, se retaban a ver quién bajaba la mirada antes y sonreían sin importar quien
fuera el perdedor, pero no hablaban. La gente al rededor estábamos expectantes, pero no lo
decíamos. Creo que todos pensábamos: “le hablará? ¿La dejara ir así sin más? ¿Se acercará a
pedir su número? Y al final, ocurrió.
El joven se levantó y le dijo: “en que estación debes bajarte?” a lo que ella respondió: “en la
última” y entonces volvió a su asiento. Quedaban seis paradas, luego cinco, después cuatro y
faltando una él le dice: “yo debía bajarme hace 7 estaciones, pero estas son cosas que pasan
una vez en la vida y prefería esperar hasta la última estación que ser cobarde y no hablarte
jamás”. Ella se sonrojó y sólo le hizo una pregunta: “tienes Instagram?”. Intercambiaron
perfiles y el al bajarse la vio por la ventana sonriendo como una promesa de que volvería a
verla.
Al final, estamos en una era moderna y el romanticismo si se termina mezclando con las redes
sociales, pero hay fragmentos de segundo donde cuando nos damos la oportunidad de mirar a
los ojos podemos darnos cuenta de que tal vez hemos dejado pasar estaciones en el metro del
amor por miedo.
Me pregunto si tuvieron su primera cita, si funcionó y se escribieron por días hasta verse o si
se rieron en el metro, pero juntos; no lo sé, pero sí sé que se arriesgaron a su manera a pesar de
sus cicatrices por desamores del pasado o de sus inseguridades en una era llena de subjetividad,
prejuicios y cambiante.
Eva González una poeta española escribió: “La vida es muy corta para estar razonando ante los
disparos del corazón, por ello deja de detenerlo y navega una sola vez por ese primer impulso
de pasión”.
Creo que Eva se refería a que el amor es como enamorarse en el metro, te acelera y te estruja
el corazón, te incomoda, pero por un límite de tiempo te da la oportunidad de lanzarte antes de
que se cierren las puertas y te quedes preguntándote: “¿y si hubiera? ¿qué tal si hubiera?”.
Entonces, si estás a una parada del amor, tal vez sea hora de abrir la puerta del vagón y ver
quién está del otro lado y si no, de estar atentos, para saber dónde bajarse a tiempo.